sábado, 23 de febrero de 2013

Sobre España como nación. Ramón Menéndez Pidal






Ramón Menéndez Pidal - El Sol, 27 de agosto de 1931
Con motivo de la presentación a la Cámara del proyecto de Estatuto de Cataluña y de los votos particulares formulados por algunos diputados catalanes al proyecto de Constitución, y sobre todo al título de la misma, un redactor de EL SOL se ha acercado al insigne don Ramón Menéndez Pidal para conocer su pensamiento sobre el arduo problema y desde la elevada cima de su autoridad nos contesta el señor Menéndez Pidal de la siguiente manera:

El voto particular Xiráu-Alomar suprime en el comienzo de la Constitución la frase «nación española»; supresión lastimosa. Todo lo que el voto particular reconoce a España es mirándola como un estado, no como una nación.
Puede muy bien Cataluña afirmarse como una nación; pero sería abjurar de todo un pasado si renegase de estar incluida como tal nación, por tradición perenne, en otra más grande, la nación española, antes de venir a considerarse incluida en otra más amplia aún, la europea, de que ahora se habla con insistencia.
Leemos en los alegatos pro Estatuto comparaciones de Cataluña con Polonia, con Finlandia, con no sé qué otros países. Dentro de esta España la gran nación más homogénea en tipos raciales y lingüísticos, la más democrática, se quieren fabricar extremosos nacionalismos de imitación a los irreducibles nacionalismo incluidos en los imperios más heterogéneos y autocráticos. No es sino que esta España más homogénea es también más torpe para la asociación que ningún país. ¡La tragedia de nuestra homogeneidad! Una de las características que más unifican nuestro carácter es precisamente la que nos arrastra a nuestra desunión. Que no haya «nación española»; se quiere que España retroceda y se abandone al fenómeno racial de disgregación que se consumó en nuestra América.
Verdad que esa imitación de nacionalismo irreductible sigue una corriente muy general. La ruina de los imperios heterogéneos dio necesaria libertad a multitud de naciones antes cohibidas y ejemplo a una nación de pequeños grupos nacionales, en que Europa parece disolverse ahora que empieza a perder la dirección del mundo. Y se da el caso de que cuando la vida moderna se universaliza más los pequeños pueblos afirman o exageran más su personalidad. ¿Es que se quiere intentar la universalidad a través del máximo particularismo? Torcido camino me parece. ¿Es que la sentimentalidad local predomina, a la vez que la razón directriz se debilita y herido el pastor se descarrían los sentimientos? Lo único cierto es que cuando la fragmentación no se impone sino bastante artificialmente, nada favorece. Para cualquier contingencia del presente, para cualquier federación mundial que surgirá mañana, los pueblos que opten con una gran masa de voluntad unificada y densa serán los que harán oír la voz de sus intereses.
Y las afirmaciones de personalidad regional en esta homogénea y democrática España brotan y engruesan ahora por todas partes, como hongos, tras la lluvia republicana. Cada ciudad podría alegar sus características individuales; cada aldea, el hecho diferencial que engríe a Coterujo de Abajo contra Coterujo de Arriba.
Junto al entusiasmo en su afirmación personal, tan legítimo, las regiones o naciones periféricas jamás afirman la España que las abarca.
¿Cuántas veces ahora en Madrid se habló con leal comprensión, execrando los propios desaciertos para las regiones, estimando con efusiva simpatía todas las excelencias de las mismas? En cambio, no he leído ahora en ningún escritor de la España periférica un solo reconocimiento de cualquier título histórico de la España nuclear, por ejemplo, de cómo tuvo ésta visión más clara para los grandes hechos colectivos, gracias a la cual fue hegemónica por justicia histórica y no por arbitrario acaso, o bien de cómo las mayores elevaciones en la curva cultural de España se produjeron sobre esta meseta central desde la Edad Media, sin que en esa curva haya habido depresiones prolongadas, esas vacaciones seculares que se han tomado todas las culturas periféricas hermanas.
Lejos de ningún reconocimiento así, se quiere borrar la idea de nación española, dejar sólo el Estado español, y no producen negaciones hasta de las cosas que tienen evidencia de peso y medida. La gran difusión del castellano como título en que se sustenta el bilingüismo regional la desestiman diciendo: La difusión del inglés es mayor, y a ella debiéramos entonces acogernos. Esta respuesta, varias veces escrita al Occidente y al Oriente, indica bien el rencor viejo que perturba los ánimos.
Y a esto llegamos porque España abandonó del todo sus afirmaciones (tan vacuas patrioterías habían llegado a ser). Pero es preciso ya, sin no hemos de aniquilarnos en la disgregación, que sin perder nuestro buen espíritu de autocrítica, sin olvidar jamás la simpatía por lo mucho admirable de las regiones, se formulen categóricamente las afirmaciones más conscientes y sólidas de la España una, y mejor que formularlas, realizarlas y vivirlas en actos eficaces que consoliden la amortiguada fraternidad.
Veo en la «Deutsche Allgemeine Zeitung», en la descripción de un mitin, pro Estatuto, consignado un hecho de cuyo semejante todos tenemos noticia: «El lenguaje español, al revés de lo que antes sucedía, no se oye; aun a los alemanes que no conocen sino el español, no se les quiere hablar más que en catalán». Hermanos catalanes: no sois nada justos con la España de que formáis parte favorecida, si no sentís que, así como en otros países cuyo idioma es de corto alcance usan por necesidad, como supletorio, el inglés o el alemán, vosotros debéis conservar con plena simpatía el español que tenéis en la entraña por convivencia eterna. Las afirmaciones españolas, el sentimiento de la España una, han de venir a hacer que no pueda escamotearse el multisecular fenómeno de la compenetración de todas las culturas peninsulares, de la fusión de esas lenguas periféricas desde sus primeros balbuceos con la lengua central: los rasgos lingüísticos del catalán y los del aragonéscastellano se interpenetran, entrelazan y escalonan sobre el suelo de las provincias de Lérida y Huesca exactamente igual que las del gallego con el leonés en las provincias de Lugo y León; y así, no se puede marcar el límite del catalán con el español en una línea tajante como la que separa dos lenguas heterogéneas, el galés o el irlandés con el inglés, por ejemplo, sino en una ancha zona de bordes imprecisos, como la que separa el asturiano del leonés, es decir, que el catalán y el español tienen escrita sobre el suelo de España la historia de su infancia fraternal. Además, el catalán limita en Francia con el languedociano por una línea casi tajante, como entre dos lenguas heterogéneas, ¡y, sin embargo, muchos catalanes gustan dar por resuelto que su catalán es una lengua de «oc», no una lengua hispánica, sin reparar siquiera que su partícula afirmativa no es «oc» ni «oui», como en Francia, sino «sí», como en España! Invidencia para con el idioma de su nación,

Del bel paese l` dove il si suona.
Que no se escamotee más el carácter apolítico de la penetración del idioma central en las regiones: los poetas catalanes empiezan a escribir en español bastante antes de la unión política con Castilla, por la cual suspiraban ya cuando ofrecían a Enrique IV el trono de Aragón. Que no pueda dejarse a un lado el hecho de que Galicia nunca fue sino una parte del reino de León; que Vizcaya nunca fue sino parte del reino de Asturias o de Castilla, salvo poco tiempo intermedio que fue Navarra: que Cataluña, ni bajo este nombre existía siquiera antes del siglo en que se unió a Aragón. ¡No ha vivido un momento sola en la Historia! Que no pueda hablarse más en serio en Irlanda y de Polonia, las regiones o subnaciones hispánicas no hallarán semejanza aproximada sino en las de Francia (aunque aquí más complejas: bretones, vascos, provenzales, catalanes, picardos...), y ya sabemos cómo en Francia han resuelto este problema.
El voto particular Xiráu-Alomar, después de borrada la «nación española», pide para las regiones la enseñanza y hasta la concesión de títulos en catalán valederos para toda España. ¿Qué espíritu reina bajo esta petición?
En mi última visita a Barcelona pude lamentar el hecho de que a los niños catalanes se diese toda la enseñanza en castellano, con daño para su formación y con ofensa para el espíritu regional, e hice en Madrid gestiones a fin de que la escuela fuese para esos niños catalana en párvulos y bilingüe en primaria, según había convenido con mi querido y admirado acompañante allá el Sr. Nicoláu d4Olwer. Se publicó después por el Gobierno de la República el decreto disponiendo que en las escuelas de Cataluña «la enseñanza se dará en la lengua materna catalana o castellana». Pero ahora recibo quejas de que en Barcelona, de donde hay tantísimos niños no catalanes, pensó la Comisión de la Cultura, con buen acuerdo, consultar a los padres de los niños mayores de seis años, en los centros donde ya se empieza a aplicar el nuevo decreto, si quieren enseñanza castellana; pero se cumple tan mal este propósito, que mi comunicante refiere que de cinco familias no catalanas que él conoce, sólo una fue consultada... ¡pero no atendida! Otro me dice que un grupo de niñas pidió en una escuela no se les enseñase en catalán, que no entendían, y tampoco se les hizo caso. Y en cuanto a los niños menores de seis años, esos «son considerados todos de la lengua catalana», aunque pertenezcan a familias aragonesas, murcianas, alicantinas, y no comprendan una palabra de catalán.
Así resulta que la injusticia para con los niños catalanes que lamenté, al visitar hace poco más de un año las escuelas de Barcelona, ahora, al recibir estas quejas, la he de lamentar por los niños castellanos, que experimentan daño más grave. Ya el niño catalán enseñado en castellano vivía libremente dentro de su medio catalán mientras al niño castellano se le aprisiona en un medio que no es el suyo. El asimilismo castellano, tan censurado antes por los catalanes y por los que no lo éramos se convierte rápidamente en asimilismo catalán antes que Cataluña tenga su autonomía. Averigüen estos hechos los que tienen el deber, averigüen con el más firme deseo de acierto, y no para cumplir formulariamente.
Digo esto sin la menor acritud, no más que repetir que la psicología vieja del desamor y de la incomprensión perdura y que el idioma se sigue empleando como un arma y no como un instrumento. Era para mí un deber dar al público las quejas recibidas; quizá hagan reflexionar a la Comisión de Cultura barcelonesa (en ella veo la garantía de amigos ilustres, llenos de doctrina y de rectitud), y a esa Comisión las someto en primer lugar. Publico además esas quejas como ocasión para apoyar la doctrina constitucional de que la enseñanza no puede ser triturada en regiones autónomas, dada nuestra inveterada torpeza de asociación.
El robustecer la conciencia hispana mediante la enseñanza es un deber del Estado absolutamente indeclinable entre nosotros, dada esa cortedad de visión para la anchura del horizonte nacional propia de las regiones. Misión intransferible; que no va menos en ello que la consolidación o el desmoronamiento de la «nación española», que se tambalea para convertirse en simple «Estado».
Mientras no se resuelva equitativamente el problema de la personalidad de las regiones no habrá paz espiritual en España. Pero es que tampoco habrá otra paz que la del sepulcro, la de la disgregación cadavérica, mientras que no se resuelva en justicia el mayor problema de la personalidad de España, esta magna realidad que debemos afirmar cada día.
La República tiene que tratar la enseñanza infinitamente mejor que lo hizo la Monarquía. Tiene que poner todos sus entusiasmos y esfuerzos en el Ministerio de Instrucción Pública, sustrayendo la parte técnica del mismo al genio inventivo de cada ministro y entregándola a un organismo eficiente, donde disfrutasen amplia intervención las regiones para garantía de sus aspiraciones culturales en aquella actividad que el Estado tiene el deber de realizar dentro de ellas. El lema de la República no debiera de ser sino «Cultura», ilustración de las grandes posibilidades vitales. Todos los demás grandes problemas que nos apremian se encarrilarían mejor una vez enfocado el de la reconstrucción de nuestra cultura integral, necesidad primaria de la España nueva.
Pues bien: yo admiro en la moderna España catalana su amor a la cultura, más vivo que en Castilla.
Ese amor se ha hecho allá algo difuso y popular al calor de la lucha pasada; en Castilla, no; y ya sabemos que en España, hasta que una cosa no se hace popular no se realiza. Reconozco en cambio para esta España nuclear un mayor poder de atracción asimiladora de los talentos más privilegiados de las regiones, por apartadas que sean, lo cual la hacen indisputable sede del moderno movimiento intelectual y artístico, por el que nuestra nación quiere tomar puesto en el mundo. ¿No podrían sumarse estas dos fuerzas? ¿No podrían los catalanes dirigentes preocuparse de algo más que de su cultura íntima y aplicar el entusiasmo de que están rodeados a impulsar la de España toda? ¿No encerrarse en sus centros culturales y no echar por dentro el cerrojo idiomático para que allí no entre nadie? ¿No podrían sentirse fuertes para no ser egoístas? La tarea es espléndida. La masa tiene ya su magnífica levadura, y está esperando quien la hiña y caldee el horno para sacar el alimento de que todos los pueblos españoles están hambrientos.



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