Digo esto sin la
menor acritud, no más que repetir que la psicología vieja del desamor y de la
incomprensión perdura y que el idioma se sigue empleando como un arma y no como
un instrumento.
El Sol, 27 de agosto de 1931
Con motivo de la
presentación a la Cámara del proyecto de Estatuto de Cataluña y de los votos
particulares formulados por algunos diputados catalanes al proyecto de
Constitución, y sobre todo al título de la misma, un redactor de EL SOL se ha
acercado al insigne don Ramón Menéndez Pidal para conocer su pensamiento sobre
el arduo problema y desde la elevada cima de su autoridad nos contesta el señor
Menéndez Pidal de la siguiente manera:
El voto particular
Xiráu-Alomar suprime en el comienzo de la Constitución la frase «nación
española»; supresión lastimosa. Todo lo que el voto particular reconoce a
España es mirándola como un estado, no como una nación.
Puede muy bien
Cataluña afirmarse como una nación; pero sería abjurar de todo un pasado si
renegase de estar incluida como tal nación, por tradición perenne, en otra más
grande, la nación española, antes de venir a considerarse incluida en otra más
amplia aún, la europea, de que ahora se habla con insistencia.
Leemos en los
alegatos pro Estatuto comparaciones de Cataluña con Polonia, con Finlandia, con
no sé qué otros países.
Dentro de esta España la gran nación más homogénea en
tipos raciales y lingüísticos, la más democrática, se quieren fabricar
extremosos nacionalismos de imitación a los irreducibles nacionalismo incluidos
en los imperios más heterogéneos y autocráticos. No es sino que esta España más
homogénea es también más torpe para la asociación que ningún país. ¡La tragedia
de nuestra homogeneidad! Una de las características que más unifican nuestro
carácter es precisamente la que nos arrastra a nuestra desunión. Que no haya
«nación española»; se quiere que España retroceda y se abandone al fenómeno
racial de disgregación que se consumó en nuestra América.
Verdad que esa
imitación de nacionalismo irreductible sigue una corriente muy general. La
ruina de los imperios heterogéneos dio necesaria libertad a multitud de
naciones antes cohibidas y ejemplo a una nación de pequeños grupos nacionales,
en que Europa parece disolverse ahora que empieza a perder la dirección del
mundo. Y se da el caso de que cuando la vida moderna se universaliza más los
pequeños pueblos afirman o exageran más su personalidad. ¿Es que se quiere
intentar la universalidad a través del máximo particularismo? Torcido camino me
parece. ¿Es que la sentimentalidad local predomina, a la vez que la razón
directriz se debilita y herido el pastor se descarrían los sentimientos? Lo
único cierto es que cuando la fragmentación no se impone sino bastante
artificialmente, nada favorece. Para cualquier contingencia del presente, para
cualquier federación mundial que surgirá mañana, los pueblos que opten con una
gran masa de voluntad unificada y densa serán los que harán oír la voz de sus
intereses.
Y las afirmaciones de
personalidad regional en esta homogénea y democrática España brotan y engruesan
ahora por todas partes, como hongos, tras la lluvia republicana. Cada ciudad
podría alegar sus características individuales; cada aldea, el hecho
diferencial que engríe a Coterujo de Abajo contra Coterujo de Arriba.
Junto al entusiasmo
en su afirmación personal, tan legítimo, las regiones o naciones periféricas
jamás afirman la España que las abarca.
¿Cuántas veces ahora
en Madrid se habló con leal comprensión, execrando los propios desaciertos para
las regiones, estimando con efusiva simpatía todas las excelencias de las
mismas? En cambio, no he leído ahora en ningún escritor de la España periférica
un solo reconocimiento de cualquier título histórico de la España nuclear, por
ejemplo, de cómo tuvo ésta visión más clara para los grandes hechos colectivos,
gracias a la cual fue hegemónica por justicia histórica y no por arbitrario
acaso, o bien de cómo las mayores elevaciones en la curva cultural de España se
produjeron sobre esta meseta central desde la Edad Media, sin que en esa curva
haya habido depresiones prolongadas, esas vacaciones seculares que se han
tomado todas las culturas periféricas hermanas.
Lejos de ningún
reconocimiento así, se quiere borrar la idea de nación española, dejar sólo el
Estado español, y no producen negaciones hasta de las cosas que tienen
evidencia de peso y medida.
La gran difusión del castellano como título en que
se sustenta el bilingüismo regional la desestiman diciendo: La difusión del
inglés es mayor, y a ella debiéramos entonces acogernos. Esta respuesta, varias
veces escrita al Occidente y al Oriente, indica bien el rencor viejo que
perturba los ánimos.
Y a esto llegamos
porque España abandonó del todo sus afirmaciones (tan vacuas patrioterías
habían llegado a ser). Pero es preciso ya, sin no hemos de aniquilarnos en la
disgregación, que sin perder nuestro buen espíritu de autocrítica, sin olvidar
jamás la simpatía por lo mucho admirable de las regiones, se formulen
categóricamente las afirmaciones más conscientes y sólidas de la España una, y
mejor que formularlas, realizarlas y vivirlas en actos eficaces que consoliden
la amortiguada fraternidad.
Veo en la «Deutsche
Allgemeine Zeitung», en la descripción de un mitin, pro Estatuto, consignado un
hecho de cuyo semejante todos tenemos noticia: «El lenguaje español, al revés
de lo que antes sucedía, no se oye; aun a los alemanes que no conocen sino el
español, no se les quiere hablar más que en catalán».
Hermanos catalanes: no
sois nada justos con la España de que formáis parte favorecida, si no sentís
que, así como en otros países cuyo idioma es de corto alcance usan por
necesidad, como supletorio, el inglés o el alemán, vosotros debéis conservar
con plena simpatía el español que tenéis en la entraña por convivencia eterna.
Las afirmaciones españolas, el sentimiento de la España una, han de venir a
hacer que no pueda escamotearse el multisecular fenómeno de la compenetración
de todas las culturas peninsulares, de la fusión de esas lenguas periféricas
desde sus primeros balbuceos con la lengua central: los rasgos lingüísticos del
catalán y los del aragonéscastellano se interpenetran, entrelazan y escalonan
sobre el suelo de las provincias de Lérida y Huesca exactamente igual que las
del gallego con el leonés en las provincias de Lugo y León; y así, no se puede
marcar el límite del catalán con el español en una línea tajante como la que
separa dos lenguas heterogéneas, el galés o el irlandés con el inglés, por
ejemplo, sino en una ancha zona de bordes imprecisos, como la que separa el
asturiano del leonés, es decir, que el catalán y el español tienen escrita
sobre el suelo de España la historia de su infancia fraternal. Además, el
catalán limita en Francia con el languedociano por una línea casi tajante, como
entre dos lenguas heterogéneas, ¡y, sin embargo, muchos catalanes gustan dar
por resuelto que su catalán es una lengua de «oc», no una lengua hispánica, sin
reparar siquiera que su partícula afirmativa no es «oc» ni «oui», como en
Francia, sino «sí», como en España! Invidencia para con el idioma de su nación,
Del bel paese l` dove
il si suona.
Que no se escamotee
más el carácter apolítico de la penetración del idioma central en las regiones:
los poetas catalanes empiezan a escribir en español bastante antes de la unión
política con Castilla, por la cual suspiraban ya cuando ofrecían a Enrique IV
el trono de Aragón.
Que no pueda dejarse a un lado el hecho de que Galicia
nunca fue sino una parte del reino de León; que Vizcaya nunca fue sino parte
del reino de Asturias o de Castilla, salvo poco tiempo intermedio que fue
Navarra: que Cataluña, ni bajo este nombre existía siquiera antes del siglo en
que se unió a Aragón. ¡No ha vivido un momento sola en la Historia!
Que no
pueda hablarse más en serio en Irlanda y de Polonia, las regiones o subnaciones
hispánicas no hallarán semejanza aproximada sino en las de Francia (aunque aquí
más complejas: bretones, vascos, provenzales, catalanes, picardos...), y ya
sabemos cómo en Francia han resuelto este problema.
El voto particular
Xiráu-Alomar, después de borrada la «nación española», pide para las regiones
la enseñanza y hasta la concesión de títulos en catalán valederos para toda
España. ¿Qué espíritu reina bajo esta petición?
En mi última visita a
Barcelona pude lamentar el hecho de que a los niños catalanes se diese toda la
enseñanza en castellano, con daño para su formación y con ofensa para el
espíritu regional, e hice en Madrid gestiones a fin de que la escuela fuese
para esos niños catalana en párvulos y bilingüe en primaria, según había
convenido con mi querido y admirado acompañante allá el Sr. Nicoláu D'Olwer.
Se
publicó después por el Gobierno de la República el decreto disponiendo que en
las escuelas de Cataluña «la enseñanza se dará en la lengua materna catalana o
castellana».
Pero ahora recibo quejas de que en Barcelona, de donde hay
tantísimos niños no catalanes, pensó la Comisión de la Cultura, con buen
acuerdo, consultar a los padres de los niños mayores de seis años, en los
centros donde ya se empieza a aplicar el nuevo decreto, si quieren enseñanza
castellana; pero se cumple tan mal este propósito, que mi comunicante refiere
que de cinco familias no catalanas que él conoce, sólo una fue consultada...
¡pero no atendida! Otro me dice que un grupo de niñas pidió en una escuela no
se les enseñase en catalán, que no entendían, y tampoco se les hizo caso. Y en
cuanto a los niños menores de seis años, esos «son considerados todos de la
lengua catalana», aunque pertenezcan a familias aragonesas, murcianas,
alicantinas, y no comprendan una palabra de catalán.
Así resulta que la
injusticia para con los niños catalanes que lamenté, al visitar hace poco más
de un año las escuelas de Barcelona, ahora, al recibir estas quejas, la he de
lamentar por los niños castellanos, que experimentan daño más grave. Ya el niño
catalán enseñado en castellano vivía libremente dentro de su medio catalán
mientras al niño castellano se le aprisiona en un medio que no es el suyo. El
asimilismo castellano, tan censurado antes por los catalanes y por los que no
lo éramos se convierte rápidamente en asimilismo catalán antes que Cataluña
tenga su autonomía. Averigüen estos hechos los que tienen el deber, averigüen
con el más firme deseo de acierto, y no para cumplir formulariamente.
Digo esto sin la
menor acritud, no más que repetir que la psicología vieja del desamor y de la
incomprensión perdura y que el idioma se sigue empleando como un arma y no como
un instrumento.
Era para mí un deber dar al público las quejas recibidas; quizá
hagan reflexionar a la Comisión de Cultura barcelonesa (en ella veo la garantía
de amigos ilustres, llenos de doctrina y de rectitud), y a esa Comisión las
someto en primer lugar. Publico además esas quejas como ocasión para apoyar la
doctrina constitucional de que la enseñanza no puede ser triturada en regiones
autónomas, dada nuestra inveterada torpeza de asociación.
El robustecer la
conciencia hispana mediante la enseñanza es un deber del Estado absolutamente
indeclinable entre nosotros, dada esa cortedad de visión para la anchura del
horizonte nacional propia de las regiones. Misión intransferible; que no va
menos en ello que la consolidación o el desmoronamiento de la «nación
española», que se tambalea para convertirse en simple «Estado».
Mientras no se
resuelva equitativamente el problema de la personalidad de las regiones no
habrá paz espiritual en España. Pero es que tampoco habrá otra paz que la del
sepulcro, la de la disgregación cadavérica, mientras que no se resuelva en
justicia el mayor problema de la personalidad de España, esta magna realidad
que debemos afirmar cada día.
La República tiene
que tratar la enseñanza infinitamente mejor que lo hizo la Monarquía. Tiene que
poner todos sus entusiasmos y esfuerzos en el Ministerio de Instrucción
Pública, sustrayendo la parte técnica del mismo al genio inventivo de cada
ministro y entregándola a un organismo eficiente, donde disfrutasen amplia
intervención las regiones para garantía de sus aspiraciones culturales en
aquella actividad que el Estado tiene el deber de realizar dentro de ellas.
El
lema de la República no debiera de ser sino «Cultura», ilustración de las
grandes posibilidades vitales. Todos los demás grandes problemas que nos
apremian se encarrilarían mejor una vez enfocado el de la reconstrucción de
nuestra cultura integral, necesidad primaria de la España nueva.
Pues bien: yo admiro
en la moderna España catalana su amor a la cultura, más vivo que en Castilla.
Ese amor se ha hecho allá algo difuso y popular al calor de la lucha pasada; en
Castilla, no; y ya sabemos que en España, hasta que una cosa no se hace popular
no se realiza. Reconozco en cambio para esta España nuclear un mayor poder de
atracción asimiladora de los talentos más privilegiados de las regiones, por
apartadas que sean, lo cual la hacen indisputable sede del moderno movimiento
intelectual y artístico, por el que nuestra nación quiere tomar puesto en el
mundo.
¿No podrían sumarse estas dos fuerzas?
¿No podrían los catalanes
dirigentes preocuparse de algo más que de su cultura íntima y aplicar el
entusiasmo de que están rodeados a impulsar la de España toda?
¿No encerrarse
en sus centros culturales y no echar por dentro el cerrojo idiomático para que
allí no entre nadie?
¿No podrían sentirse fuertes para no ser egoístas?
La
tarea es espléndida. La masa tiene ya su magnífica levadura, y está esperando
quien la hiña y caldee el horno para sacar el alimento de que todos los pueblos
españoles están hambrientos.
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