Se cita estos días con insistencia el famoso discurso de
Ortega en las Cortes de la República advirtiendo que el problema catalán no se
puede «resolver» sino sólo «conllevar». Pero si queremos a la vez hacerle
justicia y obtener de él lo mejor de cuanto nos ha legado, urge olvidarse del
político de ocasión y fijarse en el pensador que no sabía de lo que hablaba. Es
decir, en el pensador que no podía imaginar a qué circunstancias políticas se
aplicarían sus reflexiones filosóficas.
Porque cuando Ortega escribe en La rebelión de las masas que
«un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo» y lo
relaciona con la entrada en escena del «hombre-masa» que sólo se realiza
inserto en la «acción directa» de la multitud, no se habían celebrado aún ni el
mitin de Nuremberg, ni los desfiles de la Plaza Roja, ni los actos de adhesión
en la Plaza de Oriente, ni la manifestación de la Diada independentista de
Cataluña. Tampoco las manifestaciones equivalentes del nacionalismo español
posteriores al final del franquismo; pero en este caso por la simple razón de
que, cuando la democracia está a punto de superar en longevidad a la dictadura,
esas manifestaciones siguen aquí brillando por su ausencia.
Dicen que el Onze de Setembre hubo un millón en la calle. O
incluso un millón y medio.
Y la Generalitat difunde una hermosa pieza de
agit-prop, estimulando el orgullo del «yo estuve allí», como si Artur Mas fuera
el Enrique V de Shakespeare y la Diagonal o las Ramblas, el campo de batalla de
Argincourt en el día de San Crispín. Con la salvedad, claro, de que el vídeo
omite aquello tan esencial de «we, happy few».
Es decir, que los hechos
verdaderamente meritorios nunca son fruto de la masa, sino obra de unos
«felices pocos» capaces de sobreponerse -vuelvo a Ortega- a «la vulgaridad como
un derecho». A lo mejor es por eso por lo que lo ha prohibido la Junta
Electoral.
En estos 37 años el manifestódromo de Madrid sólo ha tenido
una concurrencia equivalente en cuatro ocasiones:
tras el golpe del 23-F,
tras
el asesinato de Miguel Ángel Blanco,
tras la invasión de Irak
y tras la masacre
del 11-M.
Fueron cuatro protestas contra otras tantas formas de barbarie. Nada
que ver con la orgía afirmativa de los cantos patrióticos y las banderas al
viento.
Desde que dejó de celebrarse la Demostración Sindical en el Bernabéu,
tampoco nadie ha formado parte nunca en la capital de España de un damero
humano como el de la macro senyera del Camp Nou.
Es verdad que en el resto de España el deporte, sobre todo
el fútbol, se vive con la misma pasión que en Cataluña. Pero con la diferencia
de que en la mayoría de los casos las expresiones de adhesión a unos colores
quedan encerradas en el compartimento estanco del ego infantil que todos
conservamos dentro y raramente se contaminan de opiniones políticas o
planteamientos ideológicos.
(...)Ortega no se engañaba sobre la condición humana, pues al
distinguir entre «el tonto» y «el perspicaz» sólo concedía a éste la capacidad
de aferrarse a su «vanidad» como quien se agarra a una rama al borde del
precipicio cuando está «a dos dedos de ser tonto». La «inteligencia» quedaba
diseñada así como una especie de salida de emergencia para «escapar a la
inminente tontería», asomándose al exterior y descubriendo el carácter
«incompleto» de todos nosotros. De ahí surgen el individualismo, el
inconformismo y el pluralismo.
En cambio, «el tonto»… ¡ay «el tonto»! «Como esos insectos
que no hay manera de extraer fuera del orificio que habitan, no hay modo de desalojar
al tonto de su tontería y llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera». El
tonto es siempre carne de clamor. ¿En qué consisten todas las técnicas de
adoctrinamiento y encuadramiento sino en fijar al «insecto» haciéndole creer
que no hay nada como su «orificio»; que por la identidad, emancipación o
superioridad de ese agujero -tan vacío en la práctica como los demás- merece la
pena echarse a la calle, exhibir pancartas, reclamar y exigir?
Ortega señalaba
al «fascismo» y al «sindicalismo», pero en su traje caben por igual el
comunismo y el nacionalismo, además de todos los fanatismos religiosos,
deportivos o de cualquier otra índole: todo código de «ideas» que transmita al
«hombre-masa» la consigna de que ninguna persona podrá sentirse triunfante,
rica y plena sino dentro de la colectividad uniformada. Y para Ortega esas
«ideas» necesitan comillas porque no son sino «apetitos con palabras, como las
romanzas musicales».
Frente a la «obliteración de las almas» y el «hermetismo
intelectual», la civilización contemporánea nos ha proporcionado los
instrumentos para darnos cuenta de todo lo que nos falta y tienen los demás. En
eso consiste ser cosmopolita. Yo estaba enamorado de Cataluña porque en los 60,
los 70 y hasta en los primeros 80 era el lugar de España en el que encontrabas
más palancas para buscar, descubrir, trascender y ser mejor. Pero llegó el
nacionalismo y jodió el Perú. ¡Insectos, a defender el agujero!.
No sólo ha ocurrido allí pues no podemos olvidar ni la
«cláusula Camps», ni la «realidad nacional andaluza», ni por supuesto la
estatua del racista trastornado en el centro de Bilbao, pero en Cataluña es
donde el destrozo está siendo mayor.
La clave puede encontrarse en la llamada
Declaració de Santa Coloma que el lunes pasado presentó el Omnium Cultural,
gran promotor de esas «romanzas musicales», con el respaldo de líderes de todos
los partidos nacionalistas y personalidades del PSC como Castells.
Lo esencial
no es su contenido -«la próxima ha de ser la última legislatura de un parlamento
autonómico»: ¿quieren acaso que se lo cierren?- sino su anclaje. Eligieron
presentarlo allí porque, según La Vanguardia, «Santa Coloma fue la ciudad donde
en 1983 se inició la inmersión lingüística». Y casi apedrean a Wert por
constatar lo mismo que ellos: 30 años de ingeniería social en la enseñanza han
dado sus frutos.
El último conferenciante invitado por el Omnium ha sido un
tal Cardús, columnista e ideólogo del diario secesionista, quien propuso
«comenzar a dibujar» la Cataluña independiente porque «en ser un nou país
podrem fer-ho bé i bonic». Eso: bueno, bonito, barato y con menos tumores
malignos. Si Mirabeau levantara la cabeza tendría que advertir que «no somos
salvajes llegados a las orillas del Llobregat a construir una sociedad nueva».
Ochenta años después de escritas, las palabras de Ortega
«caen mansamente en los sembrados» como el tipo de lluvia que demandaba Espriu
para cultivar a Sepharad: «No vale hablar de ideas u opiniones donde no hay una
instancia que las regula… no hay cultura donde no hay principios de legalidad
civil… civilización es antes que nada voluntad de convivencia… se es incivil y
bárbaro en la medida en que no se cuenta con los demás… la barbarie es
tendencia a la disociación…».
Todo esto está escrito en el capítulo VIII de La rebelión de
las masas, pero si pasamos al XI aún vamos a entenderlo mejor. Allí habla de
ese «señorito satisfecho» -¿cuántos dirigentes de CiU se han quedado en paro?,
¿cuántos tienen problemas para llegar a fin de mes?- que cree que «ha venido a
la vida para hacer lo que le dé la gana». Y le amonesta: «No es que no se
‘deba’ hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que
cada cual ‘tiene’ que hacer, ‘tiene’ que ser».
(...) Ortega advierte al «señorito
satisfecho» que «sólo poseemos una libertad negativa de albedrío» y, en un acto
de relampagueante ingenio, la bautiza como la «noluntad», la voluntad del «no»:
«Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer, pero eso no nos
deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. Podemos perfectamente
desertar de nuestro destino más auténtico, pero es para caer prisioneros en los
pisos inferiores de nuestro destino».
Madariaga hablaba de «los españoles que
se creen no serlo». Ahora nos topamos con los europeos que pretenden serlo sin
formar parte de los Estados miembros de la UE.
España no es ya una «unidad de destino en lo universal» sino
uno de los dos licenciatarios de la marca Europa a los que los fundadores del
club concedieron la exclusividad dentro de la península Ibérica en atención a
su realidad histórica y su Constitución democrática.
Alguien podrá esgrimir,
pues, la «noluntad» del pueblo de Cataluña respecto al mundo que nos ha tocado
vivir, pero a efectos de la UE no existe, no podrá existir nunca, la voluntad
del pueblo de Cataluña como elemento germinal de nada que no pase por la
legalidad española.
Ésos son los límites de su derecho a decidir. ¿Y los
sentimientos? «Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico
ser de una persona lo que ella pretenda mostrarnos como tal», responde Ortega.
«Si alguien se obstina en afirmar que cree que dos más dos son igual a cinco y
no hay motivo para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por
mucho que grite y aunque se deje matar por sostenerlo».
Ni los catalanes, dicho así a bulto, eran franquistas de
corazón por mucho que aplaudieran al Caudillo mientras su periódico marcaba el
compás, ni ahora pueden sinceramente creer el «España nos roba» que se
interpreta bajo la misma bien remunerada dirección de orquesta. Lo que pasa es
que «el señorito satisfecho se caracteriza por saber que ciertas cosas no
pueden ser y, sin embargo y por lo mismo, fingir con sus actos y palabras la
convicción contraria».
No soy sospechoso de entusiasmo por el carisma comunicativo
de Rajoy pero creo que a nivel dialéctico -otra cosa es la cuestión ejecutiva-
está acertando al resumir su postura en este debate con dos palabras: «Seamos
serios». Ortega viene a darle la razón: «Toda esa prisa por adoptar en todos
los órdenes actitudes aparentemente trágicas, últimas, tajantes, es sólo
apariencia. Juegan a la tragedia porque creen que no es verosímil la tragedia
efectiva en el mundo civilizado». Dicen que destruirán España y a la vez piden
protección para que España no lo impida con todas sus armas legales porque
saben que nada de eso sucederá. «Porque esta es la tónica de la existencia en
el hombre-masa: la inseriedad, la broma».
Y si Ortega lo describió así de bien, qué otra cosa cabe añadir
sino que conste en acta que nos hemos dado cuenta, Mas, Duran, Homs, Bosch,
Jordi, Oriol, colegas de La Vanguardia, de que, si en otro tiempo pudo tener
sentido, en el 2012 de la globalización lo de ustedes vosotros es de broma. O,
peor aún, de chiste.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.
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