Una formulación, la de las autonomías, novedosa entre
las formas de distribución territorial del poder, más allá del uniformizador
Estado centralizado y de la inoperante Confederación de Estados, que pretendía
resolver la cuestión pendiente de nuestro modelo de organización territorial.
Frente a las pretensiones, de unos, de suavizar los
rasgos centralizadores del Estado unitario heredado del franquismo, al hilo de
una descentralización administrativa, con la traslación del menos ambicioso
Estado integral (II República) o Estado regional (Constitución italiana), y las
aspiraciones, de otros, de implantar un modelo federal, estigmatizado entonces,
tras el cantonalismo de la I República, y el cainismo frentista de la II, se
esbozaba una regulación novedosa.
España se constituye en un Estado social y democrático
de Derecho…» (artículo 1. 2 CE) y «La Constitución se fundamenta en la
indisoluble unidad de la Nación española…» (artículo 2), pero que diera
satisfacción a las aspiraciones de autogobierno de las comunidades históricas
(Cataluña y el País Vasco).
Sin embargo, los deseos no se han cumplido. Las
comunidades históricas no se encuentran satisfechas dentro del marco legal a
causa de un homogeneizador «café para todos» y de la perenne idiosincrasia
reivindicativa de erigirse en EstadoNación.
Mientras, el resto de las comunidades autónomas, que
no han quedado inmunes al virus identitario y de exaltación de los rasgos
diferenciadores y centrífugos, frente a los comunes y centrípetos, encuentran
dificultades para articular lealmente, ¡ay, la lealtad!, un discurso
integrador, plural, solidario y eficiente.
La malhadada crisis económica, que se extiende sobre
una atribulada ciudadanía con enorme virulencia, es una excusa ideal para que
una clase política victimista, endogámica y apegada a cortoplacistas réditos
electorales apele a los sentimientos más viscerales, y hasta a la mitología,
mientras responsabiliza y hasta criminaliza de los problemas, de los comunes y
de los propios, al actual modelo constitucional.
Al tiempo, la crisis sirve de caldo de cultivo para
crear, extender y espolear la creencia de que la responsabilidad se encuentra
en España, y de que los problemas derivan de un Estado que pone coto a la
recuperación y cercena los derechos. Una falsaria descripción de la realidad.
En vez de desplegar, todos juntos, los de aquí y los de allí, los unos y los
otros, políticas de compromiso, unidad y esfuerzo, asistimos a propuestas
egoístas, insolidarias y anacrónicas.
La pretensión es un despropósito. Constitucionalmente,
porque, como dice la Constitución ¡que nos dimos todos!, también los que hoy la
ningunean, la soberanía se atribuye al pueblo español. «La soberanía nacional
reside –prescribe el artículo 1.2– en el pueblo español, del que emanan los
poderes del Estado».
Es la Nación española la que sancionó nuestra forma de
organización política. En la Constitución no hay contenidos intangibles, pero
requiere, si desea revisarse, de la participación de todos y por la forma
establecida. Lo contrario es abrir las puertas, ¡ojo al efecto llamada!, a la
desestructuración constitucional, la disgregación territorial y la demolición
del Estado.
Históricamente, la realidad histórica es tozuda.
Cataluña no ha sido un Estado-Nación. Integrada en la
plural Corona de Aragón, fue uno de los territorios que conformaron la
Monarquía de España. Nada que ver, pues, con el acuerdo de Londres y Edimburgo
para celebrar un referéndum.
Escocia sí fue un Estado con monarca privativo, desde
1314 hasta 1707, cuando decidió incorporarse al Reino Unido, al tiempo que Gran
Bretaña carece de una Constitución racionalizadora y escrita. De la misma
manera, tampoco hay cabida para imposibles e insolidarios pactos fiscales.
Socialmente, tensiona la vida política, crispa la convivencia y nos acerca al
abismo de la desunión. Internacionalmente, es irrealizable. La Unión Europea se
construye sobre Estados preexistentes (artículos 4. 2 y 49 TUE), y no ampara
–tampoco las Naciones Unidas– veleidades secesionistas en sociedades
democráticas que protegen los derechos de todas las comunidades. Y
económicamente, supondría un empobrecimiento de España y la ruina de Cataluña.
Un referéndum que no cabe asimismo plantear, ya que solo puede instarse «por el
Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por
el Congreso de los Diputados» (artículo 92.2 CE).
Esto es lo que reseñó la alocución hace unas semanas
de Don Juan Carlos, en tanto que Jefe del Estado, y «símbolo de su unidad y
permanencia» (artículo 57. 1 CE). Además, políticamente, su admonición fue pertinente,
pues a muchos ciudadanos podría haberles llamado la atención, precisamente, su
silencio; ya conocen el adagio: quitacetconsentirevidetur, «el que calla
otorga». De aquí que los tiempos retrotraigan al espíritu del presidente
Abraham Lincoln y su inquebrantable defensa de la Unión: «Una Unión
indestructible, de Estados indestructibles».
¿Qué hacer? Primero, firmeza, siempre prudente, y
esfuerzo de conciliación, dentro de la legalidad, en defensa de la
Constitución. El ordenamiento jurídico prevé la facultad de solicitar del
Tribunal Constitucional la suspensión de tan espuria consulta (artículo 161. 2
CE), el recurso ante la jurisdicción contenciosa administrativa de los actos
nulos (artículo 62. 1 b LRJ-PAC) y hasta la suspensión total o parcial de la
autonomía (artículo 155). Segundo, inteligencia política y grandeza de
espíritu. Aunque estamos abocados –necesitamos un pacto de Estado entre
nuestras dos grandes formaciones políticas, a las que hay que incorporar a los
mayores partidos posibles– a una revisión de la Constitución, tras la confusión
reinante después de la reforma de los Estatutos de Autonomía y las disfunciones
sobrevenidas. Hay que redefinir la distribución de competencias entre el Estado
y las comunidades autónomas y las relaciones entre la legislación estatal y
autonómica, rediseñar la hipertrofiada organización institucional autonómica,
asegurar la unidad de mercado y modificar el Senado. De no ser así, seguiremos
con la maldición orteguiana de la España invertebrada.
Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey
Juan Carlos.
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