domingo, 25 de noviembre de 2012

Comienzo de la Guerra Civil



EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL

Hacia el caos
En el curso de una consulta con un abogado de izquierdas, en Madrid, en la mañana del 17 de julio de 1936, me enteré de que las tropas del Marruecos español se habían declarado independientes del Gobierno y no se sabía exactamente lo que estaba ocurriendo en algunas ciudades de provincias. En cuanto a la normalidad en las calles de Madrid, no se notaba nada especial. Yo vivía en mi casa de campo a 35 km. al norte de Madrid, al pie de la sierra de Guadarrama. Cuando al atardecer de ese día, iba subiendo hacia allá, conduciendo mi coche, la carretera estaba animada como de costumbre, con familias que se daban un paseo en sus coches y para las que el buen tiempo reinante resultaba, a ojos vista, más importante que la tormenta política que se temía ¡Era su último día de tranquilidad!
Precisamente en ese mismo día, había yo comunicado, a los obreros de mis talleres que el trabajo se suspendería durante algunos meses y, por primera vez, los encontré reacios a aceptar esa medida, de carácter anual, impuesta por las características de la estación estival. En esta ocasión, se negaron a firmar. Se trataba de trabajadores organizados, socialistas y con algún comunista que otro.
Por primera vez había caído entre ellos un anarquista de la C. N. T. y de ahí que mostraran esa actitud de resistencia a suspender el trabajo. A pesar de mantener una disciplina estricta, siempre me había entendido muy bien con ellos, y, en esta ocasión, confié también en su sensatez.
De repente, durante la noche, la situación se puso más seria. El domingo no cruzó por allí ningún tren procedente del norte de España. Desde Madrid subieron solamente dos trenes vacíos, sin uno sólo siquiera de los cientos de excursionistas que normalmente los utilizaban. Se rumoreaba que Madrid podría estar ardiendo o ser blanco de tiroteos, etc. no había forma de confirmar nada, el teléfono estaba cortado.
El lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de orientarme. El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el primer pueblo, estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del campo con escopetas de caza, que me desaconsejaron la continuación de mi viaje a Madrid, dado que todos los que, hasta entonces, habían pasado para allá se habían tenido que volver porque no les dejaban continuar. Al insistir, exponiendo la necesidad que tenía de llegar a mi Consulado, me acompañaron, con gran cortesía, -porque me conocían personalmente-, al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto para trasladarme libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo siguiente, vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores armados, detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los que se había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más "rojos" que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les tenía sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a ellos. Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus viejas escopetas de caza.
Yo les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme órdenes a mí, ya que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad para trasladarme de un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.
Éste era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No estaban aún muy seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y prefirieron pactar con lo desconocido. Con miradas severas para los compañeros que no estaban conformes de que continuara mi camino, dijeron que podía seguir viaje a Madrid bajo mi propio riesgo, pero que pronto tendría que volver porque, seguramente, más abajo no me dejarían pasar.
En los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el celo revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera armada, cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas, con las mismas pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su voluntad. Pero, a pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba conduciendo y aconsejándoles que no hicieran el ridículo con su exagerado montaje de seguridad.
Una vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas campesinas, especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me ví obligado a recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas.
Finalmente, salvando todos los obstáculos, llegué a la “Puerta de Hierro”, plaza de la que arranca una hermosa avenida que conduce a Madrid. Allí me encontré, por primera vez, con la autoridad oficial del Estado, representada por unos cincuenta policías uniformados. Estaban sentados tranquilamente en los bancos de un café; a la orilla de la plaza y, en contra de lo que me habían vaticinado en todas partes, no parecieron excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos aparatosos para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al policía sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro. Dijo que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las circunstancias no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda, en dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.
Me dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me ví en las calles de Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad, que se habían pertrechado con toda clase de "armamento" metálico, incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi coche el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar fortuna, dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico "¡Cónsul de Noruega!" les desilusionada muchísimo, no sabían cómo encajar esa contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar por la soberana naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto a lo que era "Noruega", por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo seguía, sin más, mi camino, no dejaban de mirarme con cierto asombro.
Finalmente, llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba cerrado y que allí no trabajaba nadie. Las calles estaban completamente vacías de gente, si se exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos que en algunos casos, sin embargo se mostraban francamente amenazadores; en una ocasión fue necesaria la enérgica oposición de unos de ellos, más razonable que los demás, para impedir que disparan contra mi coche.

Rendición del general Fanjul
Entretanto, el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul, con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse. ¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?.
Semejante éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas resistencia, a manos de pueblo.
Ésa misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese momento es cuando el populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído en suerte.
Allí, en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o perdonaba la vida, a su albedrío.
El imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de dar con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.
En aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que, si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto que sin  Madrid, y por tanto sin la España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.

Se arma al populacho
El nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas, la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral, farmacéutico de Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más control, lanzando un llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas, hicieran uso de ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías y, también, el mismo día, se abrieron las puertas de las cárceles a los presos comunes, a los que se les liberó como a “hermanos”, porque en ese momento se necesitaban los locales para los disidentes políticos. Se empezaron a quemar iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les asesinó, con el pretexto de que, desde esos edificios se había disparado contra el pueblo.
Empezó el terror, pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles con sus armas recién “adquiridas”, se consideraban a sí mismos como guardianes de un determinado "orden", al estilo de una especie de "policía política". Toda la gente decente permanecía escondida en sus casas. Todavía no les pasaba nada; la primera "furia" descargaba en conventos e iglesias. Las calles, aún vacías por las mañanas, las llenaba el populacho a mediodía. Los tranvías no funcionaban, sólo circulaban algunos coches aislados, a toda marcha, con gente armada a bordo, que sintiéndose importantes y con marcado desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran velocidad por las calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes, porque mi chófer, que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet socialista en la mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres ya de todo acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi casa, con la ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la carretera conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los "militares", y me dejaron pasar.
La "soberanía" del pueblo Por entonces empezó la era de la "soberanía del pueblo". Y con ello fue descubriendo lentamente los fabulosos derechos que se le habían adjudicado. Sus maestros, fueron sobre todo, los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad. Éstos no se sentían, en absoluto, intimidados por las "especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos. “¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de contraseña sustitutoria del pago. Cualquier "san culotte" que llevara uno de los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba insuficiente, le ponía la boca del revólver delante de la suya.
A un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena burguesía, la afluencia de docenas de ésos héroes del revólver.
Estos solían ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el plato del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P! pronunciado con aire triunfalista.
Esto ocurría así, hasta el punto de que, más de una vez, estando el comedor lleno, era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando ese se atrevía a protestar, se hacían pasar por mandos de las "formaciones" más increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaban en última instancia, con el revólver. El hombre tuvo la suerte a los pocos días, de poder clavar en su local el texto de una resolución adoptada por la Embajada alemana, en virtud de la cual se le ordenaba que lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y mantener durante muchas semanas ese tipo de "explotación" de su negocio, bajo  amenazas de muerte. Entre ellos, algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado, de alguna manera el disgusto de su "noble clientela".

Terror en la carretera
En mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto, apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!, vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo: "¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!”.
Pronto, sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido. Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente, que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros  días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero ahora, le tocaba a mi carretera, -que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque que antes pertenecía a la familia real-, ser el escenario de asesinatos a gran escala.
Allí se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados "milicianos", gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un "Tribunal", compuesto por media docena de malhechores, entre los que también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos "para el pueblo" cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y mataron, también a tiros, al propio "Tribunal". A continuación, el Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales escenas nocturnas.
A unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura.
Durante algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó "in situ" a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó: "¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!". Lo dicho avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de las criminales más endurecidas que cumplieron el "encargo", pocos minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad, ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y consolándose mutuamente con la esperanza del "más allá".
Pocos días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia, sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.

Se inventa el "paseo"
Ya, desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid todos los automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno, pero en su gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por todas partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre clásico de Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los "ateneos libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos "piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a ser posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por "controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches de más potencia desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y  llevarse a sus moradores eran cosas que se hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto final" de las “relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la ciudad; así es como en España surgió la expresión "dar el paseo" que equivalía a asesinar.
Una mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser testigo de vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado a un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto procedente de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al principio con vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde lejos me parecieron jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de milicianos, que prepararon inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas luces, por la presencia de un coche en la carretera principal, se apresuraron a dar la vuelta a la esquina de la tapia del cementerio, con sus víctimas, por lo que yo ya dejé de verlos. Inmediatamente después, sonaron los disparos, al principio aislados, luego más seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a continuación les herían con disparos sueltos, y al caer, les mataban, disparando a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados hicieron más de veinte disparos!
La excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no hubiese yo dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo ocurrido y desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los hechos y la presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera puesto en grave peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron mi intervención.
Todavía vi, después, más de una mañana, gente parada a la puerta del cementerio, mirando hacia adentro, señal inequívoca de que había allí nuevos cadáveres listos para su enterramiento. Tales escenas se repetían, mañana tras mañana, en los cementerios de otras localidades, situadas en torno a Madrid como Vallecas, Vicálvaro, etc.. que se iba llenando del mismo modo.
Hombres, mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el "botín" de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular, en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven, que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un sentimiento que dará frutos aún más amargos!
Cada mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos mortuorios cerrados, cuyos guardabarros, casi en contacto con las ruedas, acusaban de lejos la sobrecarga que llevaban. Tenían que conducir al depósito, lo más temprano posible, los cadáveres que yacían dispersos por el término municipal para sustraerlos a la mirada de los "incautos" o "no adictos".
Sin embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban en los pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya que se basan, únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados de diciembre de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por noche, de cien a trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de los Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso, estimo, y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en Madrid sin procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y cinco mil y los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la cifra real, si estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados en toda la zona roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos asesinatos. Hay que tener en consideración que se trataba, en su gran mayoría, de personas que no habían participado, en absoluto, en el levantamiento contra el Gobierno, llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado, en forma activa alguna, en contra de los trabajadores.

Tribunales populares sin jueces
Los defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares” constituidos por los representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción estatal alguna.
Aparte de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de "trabajadores" habían montado sus tribunales privados y sus cárceles propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas, de noche o, incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte. Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada, tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo.
Incluso podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor. Tal era el concepto del derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todo los matices. Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas "fábricas de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban, sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho.
No sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación, en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño!
Conozco a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo, enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños, que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.
Un juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento cincuenta y seis de los míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo han traído aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!" Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la gente.
Añádase a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien,  colaboraban con dichas "checas".
Un bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos desvalijamientos, sino
que, en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para proteger su botín de las apetencias de sus secuaces.
Pero el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los "nacionales" en el buque que viajaba. El hombre pagó, sus crímenes con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que existe en España, el "garrote vil" (dispositivo estrangulador consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).

Así murió el descendiente de Colón
Es bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del Gobierno. Este hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era de natural modesto y bondadoso y vivía muy sencillamente, en el antiguo palacio de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores, requisó y ocupó una parte del viejo  palacio. En la otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que, de repente, desapareció de su casa. Una Embajada sudamericana que permanecía en constante contacto con él, se lo comunicó inmediatamente al Gobierno. Éste prometió poner en movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada en limpio.
En cambio, la citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo  establecer, a los pocos días, que le habían llevado a una "checa" comunista y que había quedado preso allí. Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección exacta de la misma y le exhortó a que ordenara su liberación.
En los días que siguieron, aún recibió el Gobierno telegramas de una docena de repúblicas hispanoamericanas que asimismo reclamaban su liberación y se ofrecían para llevarlo a América.
Diez días después de haberse comunicado al Gobierno la dirección del lugar donde lo mantenían preso, el Ministro representante diplomático de una República americana se enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y lo habían matado a tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo inmediatamente, revelaron que lo habían encontrado, efectivamente muerto por arma de fuego, en la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral y que lo habían arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos veinte cadáveres más, que asimismo habían hallado y recogido. El ministro asumió la terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha fosa común y se enterrara el cadáver de Duque en una sepultura especial, desde la cual, más  adelante, se le trasladaría a la mencionada República, primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto ocurría ya bajo el "Gobierno Popular", compuesto por socialistas y comunistas, de Largo Caballero, cuyo poder o buena voluntad ni siquiera le había llevado a atender, en el espacio de diez días que tuvo, la demanda de las repúblicas hispanoamericanas en favor de la vida del Duque de Veragua, provocando un baldón más para España con la protesta de la totalidad del mundo americano.

Mi pueblo serrano se contamina
El furor sanguinario llegó a prender, entonces, hasta en nuestro, por lo demás tan pacífico, nido montañero. Junto a la casita solitaria de un peón caminero, situada en la pendiente de enfrente, al otro lado del río Guadarrama, en la carretera directa de Madrid a el Escorial, yacían cada mañana, cadáveres de hombres y mujeres, traídos de Madrid y muertos a tiros ¡Y el trayecto recorrido era ya de más de treinta kilómetros! El peón caminero no pudo aguantar más y se fue, con su familia, a otro pueblo. En cuanto a la inhumación de dichas personas se practicaba, en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a muerto se hacía molesto.
Una mañana yacían allí dos señoras bien vestidas, pertenecientes, por su aspecto, seguramente a la aristocracia, según me contó un guarda. Con el fin de que no las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás de un murete de piedra, lugar en donde, por lo visto, quedaron durante mucho tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Éste episodio se lo conté pocos días después, al ministro Prieto, con el propósito que diera orden de enviar patrullas de la Guardia Nacional montada, para vigilar nuestros alrededores. El ministro parecía haber quedado muy afectado por los datos, tan precisos, que le facilité, y dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el volumen adquirido por semejante criminalidad, porque él, claro está, no veía lo que ocurría, con sus propios ojos como yo. Aún le di cuenta varias veces más de los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por las noches y, siempre que se lo denunciaba, me prometía intervenir. Pero lo que yo no podía, era comprobar el éxito de mi gestión y, menos aún, averiguar si hacía lo que yo le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a tiros en el mismo lugar en el que cometieron sus crímenes. Por desgracia, no creo que lo hiciera. El Gobierno carecía entonces de la fuerza y del valor suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda había desatado.
Incluso entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía dicha bestialidad como un contagio. Sólo pocas semanas antes, la población de esta aldea había cortado la carretera, personalmente con sus cuerpos, cuando unos anarquistas, procedentes de Madrid, quisieron sacar de su castillo, situado en el sitio más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años, era el benefactor de todo los pobres de la zona. Pero, luego, siguiendo las instigaciones de otra banda anarquista de Madrid, que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar de sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su domicilio, matándolo por el camino.
Esos pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en hiena. Las casas del extenso barrio de "villas" u hotelitos, sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Un ejemplo, especialmente terrible de ello, lo tuve una tarde en que me llamó la atención un intenso tiroteo en la ladera de enfrente. Me informaron de que cuatro oficiales de paisano eran objeto de una "cacería", organizada desde El Escorial, donde se les había encerrado con centenares de otros en el Monasterio, del que habían huido. Esos oficiales no habían participado nunca en la lucha, sino que los acontecimientos los habían sorprendido en su veraneo y habían quedado detenidos.
Consiguieron cazar a dos de ellos. Los otros dos habían huido y no los encontraban.
Al día siguiente, el que había sido, durante años, chófer del propietario de un "chalet" de nuestra colonia, iba con el antiguo vigilante del coto de pesca del río Guadarrama, conduciendo por la carretera de El Escorial, cuando le llamaron dos hombres y le pidieron que les llevara a un pueblo, pues estaban heridos. El hombre paró el coche, sacó su pistola y mató a uno, mientras que el vigilante, con su escopeta de caza disparaba sobre el otro. Se trataba de los dos oficiales perseguidos que se habían podido esconder y que ahora, acuciados por la necesidad, creyeron poder contar con la compasión de aquellos hombres. Los dos que dispararon contra ellos habían pasado hasta entonces por personas decentes y se hubieran horrorizado ante cualquier homicidio, tanto más cuando se trataba de dos seres humanos totalmente desconocidos y necesitados de ayuda. Tal era el resultado de la revolución roja que bestializaba a sectores enteros de la población.
Otro ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal. Un chico, que hace doce años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como trabajador adulto, era persona de toda nuestra confianza, sumamente correcto, aplicado y muy fiel. Dada las relaciones patriarcales que manteníamos entre nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al principio de la guerra civil, el chico se fue al frente, de miliciano. Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando, me veía yo con su padre y éste me contaba que el muchacho estaba arriba en la sierra al frente de su compañía y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido, y le había hecho, muy a gusto, un agujero en la tripa a ese "cerdazo". Antes, ese joven tan apacible y sensato se hubiera horrorizado, sólo con oír contar semejante barbaridad. Pero en aquel momento, ya había caído tan bajo, que él mismo lo cometía y presumía de ello.
La libertad del pueblo, comprada, hasta tal extremo, con la depravación del mismo pueblo, no tendría valor alguno, aún en el caso de que fuera verdadera libertad.
No es, pues, de extrañar que, tras la conquista de los territorios rojos tuviera que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el futuro.
Por lo que a mí respecta, y en relación con mis bienes, no tuve que padecer en tales circunstancias, porque desde el principio empleé la energía necesaria para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo, que hasta mi fiel jardinero, de muchos años, que pertenecía el partido socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero que yo no le había contrariado en cuanto a sus ideas, empecé a notar que la relación con él se volvía menos amable, con sentimientos de odio y manifestaciones de repulsa hacia el proceder bestial de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes y les animaban a huir, antes de que conquistaran cada pueblo.

Labradores desarraigados
A nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre, multitudes de gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de lo alto de la sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que habían tenido que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados con sus hatillos que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos cacharros, y dejando atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo. Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no eran rojos, pero sí eran "pueblo" y en su círculo estrecho, habían vivido lo malo y lo bueno. Se habían convertido en víctimas de la furia destructora roja, que quería dejar a los "otros" un país despoblado, sin tomar en consideración el hecho de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento, también les quitaban su resistencia moral. Tenían que convertirse en "rojos"; en parte, por el temor a los "nacionales", que se les infundía y, en parte  precisamente por el desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las provincias entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos encontraban a su paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se había visto obligada a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas, algunos, prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva miseria. Muchos intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en socavones en el suelo, pero el propio Madrid no tenía comida. Así, levantaron bandera contra ellos -inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía; "apartándolos" hacia los pueblos de las provincias  mediterráneas donde los ya residentes los recibían como una invasión inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿por qué no os quedasteis en el pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado”. Lo primero que decían era: "nos dijeron que al llegar los "moros" matarían a todos los hombres y abusarían de mujeres y niños". Yo les decía: "¿y os habéis creído todo? No sólo vienen moros, sino también españoles y esos son como vosotros, no son bestias... con ellos podéis hablar". “Sí, pero no podíamos decir nada. Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os tenéis que marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos".
No había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo, incondicional partidario de los milicianos entre los que estaban sus cómplices y no había vecino ni labrador respetable que confiara en él. No existía más autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huídos o fusilados.
No había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política roja la que esto exigía.

¿Guerra Civil o bandolerismo?
Los combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto del León de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se habían hecho fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques de la Artillería contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban numerosos aviones rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes del otro lado. En las primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de que la empresa de los nacionales estaba condenada al fracaso. Las dificultades eran demasiado grandes, sus tropas escasas, en cuanto al número. La parte financiera del asunto parecía asimismo carecer de perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una revolución bolchevique rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la revolución, mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto el Gobierno, como también las organizaciones políticas. De momento sólo había un enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en Alcalá, Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo habían vencido totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la seguridad en el triunfo de los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con millares de mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En este aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el Estado, por una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra. Concretamente, ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera para ver quién le ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las puertas de los pisos de viviendas privadas donde había un botín que "requisar".
Se dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se disponían a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que recibían amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba. También utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en el pago. En definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas optaron, aún soportando las dificultades económicas del momento, por pagar a los dos. Esto da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos desaforados. Toda la retórica roja de la revolución en favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos tanto denostaban.

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